Narrativa por Deborah Ledesma
Al tercer día de lluvia habían matado
tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio
anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche
con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba
triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las
arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían
convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al
mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los
cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el
fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre
viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes
esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su
mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el
fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor.
Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas
en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de
bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo
grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el
lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se
sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar.
Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto
incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por
alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un
náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin
embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de
la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre
está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían
cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para
quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una
conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo
estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de
alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con
las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la
lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño
despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y
decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres
días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con
las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero,
retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los
huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un
animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción
de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del
amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del
cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros,
de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco
estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que
fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de
hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre
Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas
repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para
examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina
decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al
sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos
que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo,
apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando
el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El
párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la
lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de
cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el
revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores
maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de
acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero,
y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la
ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a
artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas
no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y
un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin
embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra
al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más
altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo
se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un
alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar
el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo
torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar
el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un
acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre,
pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago
sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe:
una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya
no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo
atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a
deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor
gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra,
Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana
atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que
esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El
tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de
infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a
las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor,
que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico
de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los
almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel
o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única
virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros
tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares
que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse
con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de
que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron
alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos,
porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó
sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y
dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y
polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque
muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde
entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su
pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo
en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con
fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante
sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción
de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo,
si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en
la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas
cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un
acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del
párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias
errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que
se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para
verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que
permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y
examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad
del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la
cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de
disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su
desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para
ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda
la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por
aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único
alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran
echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de
tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel
despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos
milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como
el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y
el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería,
y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos
milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían
quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña
terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del
insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los
tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero
recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y
con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y
con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles.
Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció
para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas
satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que
usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El
gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con
creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle
honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como
un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al
principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera
cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose
a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar
dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no
fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba
las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron
la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la
tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y
tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo
que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan
naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por
qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la
lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y
por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y
un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares
al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí
mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que
era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía
comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba
tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de
las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de
dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche
con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las
pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni
siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles
muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a
su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó
inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera,
y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes
y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de
la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se
cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de
navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba
cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de
alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió
al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con
las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el
cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no
encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un
suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las
últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre
senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo
hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un
estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.
Gabriel García Márquez (perteneciente al
llamado movimiento Boom Latinoamericano de los años ´60) es uno de los
escritores más significativo del Realismo Mágico Latinoamericano, la obra
representativa que lo llevó a su máximo esplendor dentro de este género fue su
novela: Cien años de soledady en
todas sus obras como por ejemplo en este cuento: Un señor muy viejo con unas alas enormes también se evidencian
características de este movimiento literario.
Para entender sobre este Género es preciso
mencionar sus aspectos característicos:
- Contenidos de elementos mágicos/fantásticos, percibidos por los personajes como parte de la “normalidad.
- Elementos mágicos nunca explicados
- Presencia de lo sensorial como parte de la percepción de la realidad
- El tiempo, percibido como cíclico, no como lineal.
- Se distorsiona el tiempo, para que el presente se repita o se parezca al pasado.
- Transformación de lo común y lo cotidiano en una vivencia que incluye experiencias “sobrenaturales o fantásticas”
- Preocupación estilística, participe de una visión “estética” de la vida que no excluye a la experiencia de lo real/social
Temas:
Dentro del Realismo mágico podríamos
encontrar también elementos de auto-reconocimiento de los escritores
latinoamericanos, la búsqueda y justificación de sí mismos e identidad
latinoamericana fuera del contexto europeo.
Latemática se extrae de tres aspectos
fundamentales americanos: diversidad de épocas históricas, esencia cultural del
mestizaje, lo prehispánico en sus valores mitológicos.
Espacio:
Mínimo y vital, dinamiza y activa el
contenido de las acciones, atmósfera interiorizada, Literatura latinoamericana.
El Realismo mágico es la respuesta
latinoamericana a la literatura fantástica de mediados del siglo XX. Se define
como la preocupación estilística y el interés de mostrar lo irreal o extraño
como algo cotidiano y común. No es una expresión literaria mágica, su finalidad
no es la de suscitar emociones sino mas bien expresarlas y es, sobre toda las
cosas, una actitud frente a la realidad.
El realismo mágico refleja a través de su
fantasía toda una serie de supersticiones, creencias populares y religiosas que
son propias del sentir latinoamericano.
Análisis del cuento:
Personajes:
Pelayo, Elisenda, el niño, la vecina, el
padre Gonzaga y un señor muy viejo con unas alas enormes.
Espacio físico: Mar del Caribe (casa frente al mar) pueblo de costa
caribeña
Elementos fantásticos o mágicos que aparecen e irrumpen la realidad
cotidiana sin ser cuestionados: un señor muy viejo con unas alas enormes
(ángel), en primer lugar y luego la mujer araña que va a dejar en segundo plano
al viejo.
Temáticas: lo religioso en la figura del padre Gonzaga (manda
una carta al Vaticano para que ellos den su veredicto final acerca de si este
ser es un ángel o no, el sospecha de que lo fuera porque su apariencia no se corresponde
con los ángeles idealizados en la Biblia, además sostiene que el demonio puede
manifestarse de distintas maneras y que puede engañar a los incautos) la superstición manifiesta en la vecina (ella
cree que el viejo va a llevarse al niño) lo social en la figura del pueblo y el
matrimonio de Pelayo y Elisenda, la pobreza y hostilidad de los pueblos del
caribe.
El viejo llega a la vida de Pelayo y
Elisenda cuando el clima azotaba al pueblo y el niño de ambos se encontraba
enfermo. Los cangrejos invadían la vivienda y se pensaba que su enfermedad se
debía a aquella pestilencia
“El
mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de
ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre,
se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos”.
En aquel contexto (miseria y hostilidad)
hace su aparición el viejo, el cual no fue reconocido como un ángel porque sus
características físicas no representaba al ángel idealizado de la Biblia, sino
más bien era un ángel humanizado como contrafigura al esperado, por lo tanto se
descartó que lo fuera“Sus alas de gallinazo grande, sucio y medio
desplumado y un ser de un habla desconocida”. Lo consideraron un náufrago.
Poco tiempo después de su aparición el
niño se recuperó, Elisenda y Pelayo se lo atribuyeron al ángel y decidieron
ponerlo en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, pero cuando
salieron al patio encontraron a todo el vecindario frente al gallinero
observándolo y tirándoles de comer como sino fuera una criatura sobrenatural
sino un animal de circo.
La noticia se expandió con tanta rapidez
que la muchedumbre se hizo presente en
la casa del matrimonio a tal punto que se presentó la tropa con bayonetas para
calmar a la multitud entonces Elisenda pensó que lo mejor sería cobrar para ver
al ángel.
Aquí se evidencia el rédito o lucro que se
podía obtener de este ser sobrenatural, el matrimonio se hizo rico, su casa se
convirtió en una mansión, Pelayo dejó su antiguo oficio de alguacil mal pago y
se dedicó a la venta de conejos cerca del pueblo y Elisenda se compró zapatos
nuevos y muchos vestidos, el gallinero fue lo único que no mereció atención
(lugar donde habitaba el ángel) y ante lo manifiesto se muestra la degradación
a la que fue sometido: “El ángel era el
único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba en
buscar acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las
lámparas de aceite y las velas de sacrificio que les arrimaban a las
alambradas…su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia”
Una vez que se hicieron ricos no importo
que llegara la figura de la mujer araña que fue una de las atracciones de las
ferias errantes del caribe, la mujer contaba a sus espectadores el destino
trágico de su vida por desobedecer a sus padres.
De esta manera el Ángel fue olvidado pero
vivo muchos años con la familia de Elisenda y Pelayo hasta que el niño de ambos
se convirtió en adolescente. A la mujer le molestaba su presencia “Elisenda gritaba fuera de quicio que era
una desgracia vivir en aquel infierno
lleno de ángeles”
Luego de pasar el peor invierno para
Diciembre al ángel le nacieron nuevas alas, él se cuidaba de que nadie lo
notara. Cuando Elisenda se encontraba cortando rebanadas de cebolla un viento
de mar se metió por la cocina entonces
se asomó por la ventana, y sorprendió al
ángel en las primeras tentativas de vuelo. Logro ganar altura. La mujer exhaló
un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de
las últimas casas, ya no era un estorbo en su vida sino un punto imaginario en
el horizonte del mar.
En este cuento se manifiestan las características
del Realismo mágico, como la aceptación de lo sobrenatural en la vida
cotidiana, el pueblo y la familia no cuestionan ni se asombran por la llegada
de este ser como tampoco con la llegada
de la mujer araña.
El
autor pone en evidencia la ignorancia del pueblo, la creencia religiosa
católica y supersticiosa.
Además se cuestiona el materialismo,
importo beneficiarse económicamente del ángel, no se reparan en sus
características humanas tanto es así que la familia lo tiene por años en un
gallinero hasta convertirse en un estorbo.
Se muestra en este cuento extraordinario
de Gabriel. G. Márquez la crudeza de la actitud humana.
Bibliografía:
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